Opinión

Retrato de dama con bandido  

Por: Fernando Mora Meléndez

Pocas veces las palabras que acompañan el fallo de un jurado logran hacerle justicia a los méritos del ganador. El caso que sigue puede preciarse de ser una exquisita excepción a la regla.

La Cárcel de la Ladera acogió durante décadas a lo más granado del hampa y de la poesía criolla. A sus celdas iban a dar con sus huesos criminales de trayectoria, timadores de ingenio y hasta escritores heréticos. Los límites entre delito y pecado fueron muy borrosos en el Medellín de los sesenta. A esa mezcla entre artista y rufián, a la manera de Rocambole, corresponde la figura de un célebre ladrón de oficio, Antonio Medina, más conocido como Toñilas.

Pese al remoquete, que más pareciera el de un payaso de piñatas, Toñilas cobró fama no sólo como asaltante de bancos sino como lector impenitente, piloto de carreras y encantador de mujeres. A su saga contribuye una fina estampa de dandy tropical: ojos claros, porte distinguido, pantalones de lino y guayabera; todo eso engrandecido con un estilo del que se preciaba: cero derramamiento de sangre en sus actos. Se aprendió el Código Penal de memoria solo para defenderse en las audiencias. Había escapado dos veces de la cárcel: una vez por la lavandería, oculto entre la ropa sucia; otra, disfrazado de mujer.

María Esther Arango, que a la sazón bordeaba los cuarenta y cinco, soñaba con ver a su amante bandido, y tuvo que urdir una treta para entrar a la celda. Se le ocurrió que una amiga suya podría impartir un curso de fotografía a los reclusos. La propuesta tuvo eco. Giovanna Pezzotti, reportera gráfica de origen italiano, se lo tomó muy en serio. En ese momento tenía veinticuatro años y era todo un primor; tanto así que Toñilas apenas la vio le dijo: “El tipo de mujer que a mí me gusta es usted”.

Tal parece que las sesiones fotográficas se extendían durante largas jornadas. La bella profesora encandilaba como un flash la mirada de los condenados, sobre todo la de Toñilas. Pero Giovanna, por fidelidad a su amiga, se mantenía a prudente distancia de aquel pillo irresistible: “Yo apenas les decía a mis alumnos: pónganle tanto de diafragma, enfoquen bien y disparen”.

Las autoridades de la prisión vieron con buenos ojos la actitud de los internos con las clases y hasta permitieron que la dama acondicionara un calabozo como cuarto oscuro para revelar los negativos. Así presenciaron al milagro de ver aparecer sus retratos por obra y gracia de la luz. Otros menos interesados por el arte que por la carne, se aprovechaban de la complicidad de las sombras para tocar a la maestra. “Había uno que era el más sobón. Me quería meter mano por todas partes y tuve que regañarlo. Estése quieto, le dije, hágame el favor, que usted parece un pulpo. Entrada la noche venía un guardia a decirme: señorita, que ya está muy tarde para que usted se encuentre en una cárcel”.

La figura joven y agraciada de la profesora se hizo habitual en los patios de La Ladera. Y al mismo tiempo Giovanna se volvió sensible a las demandas amorosas de Toñilas. Él se convirtió en la clase de ladrón a la que ella le entregaría todo.

Con todo el tiempo libre, Toñilas aprendió a tomar fotos. Tal vez porque en el fondo un fotógrafo también es un ladrón de imágenes. O porque oprimir el obturador es otra forma refinada de matar el tiempo. Y es así como logra capturar, con la guía de su maestra, las postales del cautiverio: una requisa en prisión, presos desnudos en cuclillas, el patio de los maricas, un reo atado al cepo de castigo, otros cautivos que juegan dados tras las rejas.

En el regodeo de la seducción, el delincuente le confesó que su deseo era escapar y volver a las viejas épocas cuando podía asaltar tres bancos en un día. Soñaba con seguir sus andanzas al lado de Giovanna, huyendo con ella como la pareja de bandoleros más célebre en el cine de entonces: Bonny and Clyde. “Mientras tú corres riesgos por ideales yo prefiero correrlos por dinero”, decía Toñilas. Y el ideario de ella era el de los curas rebeldes del movimiento Golconda en el que militaba el padre Camilo Torres.

Se había vuelto fotógrafa en medio de la falta de rumbo que le produjo la muerte de su padre, un conde de Scalea, que luchó toda la vida por recobrar los bienes que le había quitado la mafia calabresa.

Tuvo que estudiar de noche, en el colegio de monjas La Milagrosa, mientras en el día trabajaba en Fotoelectro, un local de fotografía en el centro de Medellín, con el maestro León Ruiz. Luego hizo cursos en Italia, donde aún intentó recuperar por las buenas la fortuna de la familia.

Quizás por haber crecido entre hombres, cinco hermanos en total, no tuvo dificultades para permanecer entre los reos de La Ladera. Les prestaba sus cámaras y trípodes, día y noche, sin que jamás perdiera nada, casi como en una obra de Jardiel Poncela: “Los ladrones somos gente honrada”.

“Un buen día supe que Antonio había quedado libre –dice Giovanna–. Yo vivía en una casa de la Calle El Palo y sentí que tocaron a la puerta. Era él, muy insistente. ‘Si no abrís tumbo la puerta’, gritó. Y tuve que abrirle. Me fui con la excusa de ir a tomar unas fotos.

”Anduvimos por los prostíbulos de Lovaina. Él conocía a todas las putas, todos los travestis lo besaron y al final fumó marihuana. ‘Toñilas, yo me voy a ir’, le dije, ‘yo no sé qué estoy haciendo aquí’. Entonces se paró furioso, me abrazó y me dijo: ‘Usted del lado mío no se va’.

”Al día siguiente nos fuimos para Tolú, tomando el vino que le encantaba, uno muy famoso llamado Leche de la Mujer Amada. Nuestro idilio duró apenas tres meses. Al final no nos entendimos. Me di cuenta de que Toñilas se había vuelto muy drogo. Tenía cultivos de marihuana en Venezuela, viajaba a ese país y ahora leía a Lobsang Rampa”.

Varios meses más tarde, en una crónica roja de Sucesos Sensacionales, Giovanna se enteró de que Toñilas ya no era solo un autor intelectual. En la penumbra de un bar al ladrón se le ocurrió bailar amacizado con una mujer, y el amante de ésta reaccionó vaciándole una cerveza en la entrepierna. Toñilas descerrajó el arma y sin pensarlo disparó tres veces a la cabeza del hombre. Volvió a La Ladera. Lo condenaron a siete años.

Al regresar a su patio, Toñilas se encontró a delincuentes de respeto como el Mono Trejos y Macho Flaco, así como a otros melenudos que entraban y salían de las celdas con libros de Nietzsche y Baudelaire. Estaban bajo llave por atentar contra las buenas costumbres y se hacían llamar los nadaístas. Con ellos conoció la gran literatura. Por un momento dejó de ser una rata de la sociedad para convertirse en un ratón de biblioteca. Fundó la única que tuvo la prisión, la Biblioteca Fernando González.

Toñilas solía decir que prefería que le tuvieran respeto y no miedo. El poeta Darío Lemus, quien estuvo varias veces detenido en La Ladera, lo envidiaba porque se vestía mejor que él; de hecho ellos dos competían entre sí por la pinta y las mujeres.

En su Carta al juez Lemus comentó el ambiente de la prisión: “Estos delincuentes que caminan y duermen conmigo me hacen comprender que la sociedad está enferma, que la sensibilidad lleva a la persona a los más complicados laberintos de donde solo escapan aquellas que tienen capacidad de comprender ‘lo bello’ ”. Quizás Toñilas era uno de ellos.

Luego de pagar su última condena, Antonio Medina intentó volverse un hombre de bien y aprovechar su ingenio en empresas decentes. Tuvo una fábrica de estropajos, por ejemplo; pero todos sus proyectos juntos no le alcanzaron para borrar su gloria de granuja tallada a mano. Toñilas empezó a ser leyenda el día que se desplomó en una calle de Caucasia, acribillado a quemarropa por un ciclista sin rostro (vaya tiempos en que los sicarios huían dando pedal), según una de las versiones que disfrazan el misterio de su muerte. La antigua prisión de La Ladera fue derruida en el año 2006. En su lugar se construyó una moderna biblioteca con el nombre de un poeta, León de Greiff.

Este año, la Librería Palinuro convocó a un concurso de fotografía sobre el tema del libro. Entre casi un centenar de imágenes, el jurado encontró una que muestra a un grupo de presidiarios a la hora del baño, en la ducha colectiva. A un lado aparece otro recluso que lee un pasaje de un texto desconocido. La foto se remitió con el título Libertad en la cárcel. Al abrir el sobre marcado con el seudónimo Scalea, se leyó el nombre de pila de la ganadora: Giovanna Pezzotti.

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