Opinión

¿Y si en el Cesar aún se sintiera el guijarro? Una reflexión sobre el poder sin conciencia en el Caribe colombiano

Por Astrid Navarro Rodríguez

“Escrúpulo” proviene del latín scrupulus, una pequeña piedra que se incrustaba en las sandalias de los soldados romanos y les obligaba a decidir: ¿seguir marchando con dolor o detenerse a quitarla, arriesgando castigo? Esa molestia mínima, pero constante, dio origen a la idea moderna de escrúpulo como señal de conciencia moral. Hoy, en el Cesar, parece que ese guijarro ha desaparecido del calzado de quienes gobiernan.
El Cesar es tierra de contrastes: rica en cultura, biodiversidad y talento humano, pero profundamente afectada por el atraso institucional, la corrupción sistemática y la indiferencia de sus élites políticas. Aquí, el poder se ejerce sin incomodidad. No hay dilemas morales, solo cálculos. No hay conciencia, solo conveniencia.
Durante décadas, los recursos públicos han sido utilizados como patrimonio privado. Licitaciones amañadas, obras inconclusas, sobrecostos descarados, contratos otorgados a dedo… la lista es larga y se repite. Lo escandaloso ya no escandaliza. La corrupción dejó de ser noticia para convertirse en paisaje.
Pero lo verdaderamente grave es que ya ni siquiera se finge. El cinismo se ha institucionalizado. Los gobernantes del Cesar –con contadas excepciones– han perdido el más mínimo respeto por la ciudadanía. Se comportan como señores feudales: reparten favores, nombran familiares, persiguen disidentes y controlan presupuestos como si fueran botín de guerra. ¿Y la ciudadanía? Atrapada entre la necesidad, la resignación y el silencio.
La ausencia de escrúpulos es hoy la verdadera pandemia política en el Cesar. No hay dolor de conciencia porque no hay conciencia. Ya no se siente la piedra en el zapato, porque el poder dejó de caminar entre el pueblo hace mucho tiempo. Mientras las comunidades rurales siguen sin agua potable, sin vías, sin escuelas dignas ni empleo, las oficinas de los altos funcionarios se llenan de comodidades y discursos vacíos.
El atraso del departamento no es solo económico. Es ético. La falta de visión, de proyecto colectivo, de compromiso real con el bien común, tiene raíces en una política que no duele. Y si no duele, no transforma.
Lo más preocupante es que estamos perdiendo la capacidad de indignarnos. La costumbre es el opio de las regiones mal gobernadas. Nos hemos acostumbrado a que todo funcione mal. A que nada cambie. A que los mismos apellidos repartan el poder como si fuera herencia. Eso también es una forma de anestesia moral: dejar de sentir el guijarro.
¿Es posible recuperar el sentido del escrúpulo? Sí. Pero implica una ciudadanía activa, incómoda, que cuestione, que denuncie, que proponga. Implica medios de comunicación valientes, jóvenes organizados, movimientos sociales con fuerza, y liderazgos nuevos que no tengan miedo de sentir la incomodidad de hacer lo correcto.
El Cesar merece algo más que administradores del atraso. Merece líderes que se detengan a quitar la piedra del camino, aunque duela, aunque cueste. Porque solo quien aún siente el guijarro está en capacidad de caminar hacia el futuro con dignidad.

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