Arte y cultura Opinión

La Muerte de Nerón

Por Enrique Antonio De Luque Palencia

El seis de mayo, en las vísperas del cumpleaños de Mayito, la hija menor de Enrique, se declaró la muerte de Nerón, bajo un torrencial aguacero rivereño. Este fiel compañero en sus noches de insomnio, las cuales soportaba picoteando y repartiendo, lo que, de manera meticulosa, le empacaban en una panadera de plástico de fondo transparente y tapa roja, con dos ganchos que la cerraban herméticamente para evitar que se le metieran alguna mosca noctámbula y desadaptada.

Todo se colocaba con destreza y amor por Polidora, su esposa de más de 60 años. En una mesa en un rincón del cuarto-biblioteca, la panadera se arropaba con un mantel de cuadros pequeños rojos y blancos, integrándose así a la decoración del cuarto, que era más biblioteca que cuarto. Para proteger los manjares de su esposo, Mama Poli colocaba en las patas de la mesa de madera cuatro tapas de betún vacías, llenas de agua para impedir que las hormigas subieran.

El contenido de la lonchera era el siguiente: un roscón de bocadillo, dos panochas, una porción de pan árabe, todo proveniente de Tulia, la destacada panadera de la región con su horno de barro que confería a sus productos el auténtico sabor a pueblo. Además, dos carimañolas de queso de la famosa Goya, conocida en el pueblo por sus habilidades culinarias, con ese inconfundible sabor a leña fresca único en la región, media libra de chicharrón de Juancho, y media libra de queso de la tienda de Tere, la vecina, que solía decir que sabía a pasto biche. Completando el festín, una jarra de agua de arroz con azahares preparada por Nohora, con ese inimitable sabor a familia.

Era un ritual cotidiano ver al padre, esposo y abuelo caminar por el cuarto convertido en biblioteca, siempre vestido de blanco, con un libro entre las manos, leyendo en silencio o en voz alta, acompañado por los animales domésticos de la casa: los cuatro gatos, los cinco perros y el turpial que siempre dormía en su jaula frente a la ventana y debajo del palo de mango, donde las brujas pernoctaban para observar sus lecturas.

Ya entrada la madrugada, cuando el sueño vencía al pernicioso insomnio y la lectura, llegaba la orden del amo: “A dormir todos”, no sin antes repartir los manjares depositados en la panadera. La orden era acatada por todos los animales, excepto Nerón, que se quedaba en la puerta del cuarto custodiando el sueño de su gran amigo, mientras los demás buscaban sus lugares de reposo en los patios y el tejado.

Era una rutina nocturna que consistía en levantar la tapa de la panadera, desengancharla con parsimonia, y con un tirón calculado, revelar los manjares. Gatos y perros esperaban en fila mientras el abuelo probaba y distribuía los alimentos. Todo era un espectáculo; el primero de la fila recibía su porción de roscón, y giraba rápidamente a la derecha para dejar espacio al siguiente. Así giraban hasta que todos comían, reservando siempre una porción para el guardián de la puerta, que se entregaba cuando todos se habían retirado.

Enrique nació en Las Lobas, exactamente en San Martín, y fue el primer bachiller de su pueblo. Luego, se trasladó a la ciudad de Cartagena para continuar sus estudios en derecho, pero nunca dejó de tener vínculos con su tierra natal, donde parte de su familia, incluido su hermano menor Pito, ganadero con una impresionante camada de perros cazadores, vivía. De esa camada provenía Nerón, hijo de Plutón y Estrellita, de pelaje negro con patas blancas y un lunar en forma de rayo blanco en la frente, que lo hacía imponente.

Nerón llegó a su nuevo hogar en una canoa con motor, en una caja de cartón amarrada con pita de fique, recomendado al capitán del navío para que solo lo entregara al doctor Enrique. La noche que lo declararon muerto, un aguacero torrencial con tormentas eléctricas se desató, como era común en esas épocas. En medio de la tormenta, Nerón quedó inmóvil en la mitad del patio, con el rabo apuntando hacia la salida trasera de la casa y la nariz seca señalando el cuarto de Enrique.

A las siete y media, en la tormentosa noche, llegó la noticia. En el cuarto del abuelo, este se disponía a contar las brujas y espantos cuando la niña gritó: “Murió Nerón”. Nadie en la casa podía creerlo. Mientras decidían qué hacer, las primeras centellas cayeron del cielo, como si el firmamento gritara de dolor por lo ocurrido en el patio del abuelo. Las fuertes brisas levantaban las medias aguas de los patios, sumiendo al ambiente en el caos y el dolor, que se volvían aún más tenebrosos con los mantos negros sobre los espejos para evitar atraer los relámpagos.

Todos buscaron refugio, excepto Nerón, que quedó tendido en la mitad del patio. Enrique, desde su cuarto, observó la situación. A su amigo le caían gotas infinitas, su pelaje negro parecía una extensión de los riachuelos que se formaban y fluían por debajo de la puerta del patio, como si cada gota deshiciera su pelo y penetrara su piel.

Entonces, se escuchó un grito más fuerte que los truenos, seguido de un silencio total. “Eso no puede ser, cúbranlo con una lámina de zinc o algo para que descanse en paz. Mañana le daremos la despedida que se merece”, exclamó Enrique. Los gritos angustiados de Nohora y Udocia resonaron, ordenando buscar a Once y Beleño, los toderos de la casa, para que tiraran a Nerón al río.

A las 6:00 a.m., llegaron los sepultureros con los nietos de Enrique. Montaron a Nerón en una carretilla, aún rígido con un olor a pelo mal secado. Nohora comentó: “El olor de los perros recién muertos es peor que el de los vivos”. Antes de partir, el abuelo detuvo el desfile fúnebre y se despidió de su compañero: “Ve adelante, mi valiente. Si existe otra vida, allá nos veremos”.

Partieron hacia el río grande de la Magdalena para “sepultar a Nerón en las cálidas aguas del Guacayo”. Llegaron al muelle, descendieron los escalones que separaban al río del pueblo y tomaron al perro por las extremidades. Once por las patas delanteras, Beleño por las traseras y, en la tradición local, lo lanzaron al agua. En el preciso instante del “tres”, Nerón se sacudió, sumiendo a todos en el pánico. Gritos, chancletas y albarcas volaron por los aires mientras todos corrían hacia arriba, abandonando el muelle.

“Nerón, el perro, ¡el perro!”, exclamaban. Pero Nerón los seguía feliz, con la lengua afuera, jadeando y salivando. Los acompañantes, sin mirar atrás, buscaban alejarse de lo inexplicable. Nerón ladraba desesperado, buscando caricias como siempre, pero cada vez que se acercaba, más gritos y huidas generaba. Los acompañantes del féretro corrían, blancos como el papel, buscando refugio en la casa.

Nerón entró triunfante, con el rabo erguido, bamboleándose con fuerza y salto al encuentro de Enrique, que estaba subido en la mesa del comedor, sin comprender lo que ocurría. Con júbilo inmarcesible, Enrique atinó a gritar: “Nerón no quiso navegar hacia la eternidad, si es que existe. Su conexión conmigo y el amor que nos profesamos hizo que regresara del más allá”.

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