El día perfecto
Por Enrique Antonio De Luque Palencia
Vestido de lino blanco, con su sombrero de marinero, bajo la sombra del árbol de almendra, esperaba con tranquilidad lo que, en su resabiada existencia, había declarado como el mejor día. Hombre de finas costumbres, elegante en el beber y el comer, hábil con las mujeres, de un encanto inusual, exquisito en sus gustos, cazador, pescador, maestro de obra, y un relacionista público empírico, había construido la casa de sus padres en el Ancón de la Bahía de Santa Marta durante su juventud. Con el transcurrir del tiempo, se convirtió en el dueño de sus mejores recuerdos, jamás dejando que la falta de dinero aniquilara su estampa de hombre encantador.
En su mejor época, cuando la opulencia lo aguardaba bajo un palo de acacias, el éxito le tocó la puerta, disfrazado de corredora de seguros, y sí que le fue bien. Se hizo socio de un grupo de cazadores que se reunían en “La Cueva”, un bar para buenos bebedores amantes de la buena música y la pasión por la caza. Enamorado de la vida y de las mujeres, iba dejando su sello particular en cada beso, un gran amor en cada abrazo, la eternidad en cada catre compartido, extendiendo así su vida. Los hijos fueron llegando por unidades, docenas y centenas; a todos les daba el calor de padre y esta frase:
—Hijo, cuando yo tenga, búscame, que cuando no tenga, yo te buscaré a ti.
Después del almuerzo, para descansar de la jornada laboral, la música clásica hacía su arribo en el dormitorio. Al despertar, un café negro bien cargado de azúcar espantaba las pesadillas y lo protegía de las malas energías. Con el anochecer, los tangos, los boleros y el ron aromatizaban la casa. Para dormir, un vaso de agua con bastante azúcar reposaba siempre en la mesa de noche, y en el mesón de la cocina una bolsa de mogollas lo esperaba para acompañarlo en sus antojos de sonámbulo. Era un gusto verlo remojar el pan en el almíbar y devorarlo con la pasión con que se ama a una mujer.
Hasta que una noche de luna llena, se levantó por la bolsa de pan, y esta se elevó e intentó esconderse. Parpadeó, se restregó los ojos, miró hacia donde estaba la escopeta de dos cañones e intentó ir por la bolsa de pan; esta vez, la bolsa saltó hacia él. Corrió hacia el cuarto, levantó a la esposa y a los hijos, les contó lo sucedido y tomó una decisión firme:
—En la tierra donde los espantos no te quieren, es mejor dejar el polvorín.
Al día siguiente, de regreso a Santa Marta, cambió de actividad. Atrás quedó el corredor de seguros; ahora, en su nueva vida, se dedicó a la construcción. Como maestro de obra, rompió los esquemas del pago a los trabajadores, marcando la pauta. Lo acostumbrado era pagar los sábados, pero él lo hacía los jueves, y por ello fue reconocido como “paga los jueves”. Justificaba el hecho afirmando que cuidaba el patrimonio de su equipo de trabajo, que el pago los sábados era una irresponsabilidad y un atentado contra la estabilidad económica del hogar. Pagar un sábado era, según él, apoyar el desorden etílico, y él no era alcahuete de nadie.
Con una manera de pensar muy peculiar, de cazador a pescador en su lancha “La Sayonara”, demostraba su irreverencia. Entre más picado el mar, más fructífera era la pesca. Se reía a carcajadas diciendo que entre más bravo el toro, mejor es la corrida. Salía a pescar cuando nadie lo hacía porque entendía al mar:
—Yo me pertenezco a él, y es como mi madre, que por muy brava que esté, nunca atenta contra mí. Es todo lo contrario, es cuando mejor me sirve. Así es la mar; mi Sayonara y yo acariciamos y respetamos el mar. Esa es la razón por la cual salimos a pescar cuando nadie lo hace.
Lo cierto es que la lancha llegaba cargada de pescado como una multiplicación de los panes. Uno de los pescadores, que esa tarde lo escuchaba de manera incrédula, lo miró fijamente y le gritó:
—Acariciamos no, tú rompes las olas. Parece que tuvieras pacto con el diablo.
Con una carcajada sonora, él le respondió:
—Pacto sí tengo, pero con la luna, que en sus noches de luna llena me acompaña a enamorar a las sirenas que brotan del mar.
Una mañana de brisas decembrinas, se vistió como siempre de blanco impecable, con el bastón recostado en el brazo de la mecedora y con una taza de café amargo sin azúcar, un purgante que tomaba con desprecio, ya que el azúcar se había convertido en su peor enemigo.
—¡Ay de aquellos panes mojados en agua de azúcar! ¡Ay de los cafés cargados con cubos de azúcar para acompañar las noches de pesca! ¿Qué será de mis bocadillos con queso después del almuerzo? ¿Qué será de mis catres perdidos y de mis amores viejos?
Una lista que su mente tejía con la misma paciencia que el pescador teje su trasmallo, silbándole a la nada una melodía que nadie entiende, pero que tranquiliza el alma. Ebrio de sus bellos recuerdos y meciéndose en la mecedora de la miseria de los recuerdos, llegaron un hermano y un hijo a visitarlo.
—Buenas.
—Buenas.
—Ajá, y esa elegancia tan temprano y vestido así —preguntó el hermano.
—Verdad, papá, ¡qué tronco de pinta! ¿Para dónde vas? —dijo el hijo.
El viejo rompe olas, paga los jueves, el irreverente y encantador, el que tenía un pacto con la luna, los miró y dijo:
—Hablé con mi mamá. Hoy está de cumpleaños, y es el día perfecto para yo morirme. Ya le dije, hoy te visito.
—¡No jodas, viejo! Tú siempre sales con una vaina que ni gracia tiene.
—Hermano, nunca hay un buen día para la muerte. Déjate de pendejadas.
La conversación se alargó en otros temas y se despidieron con besos y abrazos, como siempre.
—Hermano, tranquilo, todo está bien. Hasta la mala suerte se cansa, así que en la noche paso a ver si ya se te pasó el antojo de morirte algún día.
A las 10 P.M., llegó al hospital San Juan de Dios de Santa Marta, ubicado frente al mar, un paciente con un fuerte dolor en el pecho y dificultad para respirar. Entró por urgencias y el médico recibió el siguiente parte:
—Paciente de aproximadamente 76 años, tez blanca. Los síntomas muestran la posibilidad de un infarto, pero su apariencia nos confunde. A pesar de la dificultad respiratoria y del dolor en el pecho, mantiene una sonrisa y en su mirada hay un júbilo envidiable.
—Pásenlo a la camilla —gritó el galeno.
—Tío, tío —gritó el médico—. Enfermera, tráigame…
Lo interrumpió el tío:
—¿Cuál tráigame? Nada de eso, no serás tú el que me dañe el día.
Cerró los ojos y, como el buen pescador, paciente, esperó disfrutar de un día perfecto.
Ubaldina says:
Hola…Hermoso relato el de Enrique .”Un día perfecto”…. Qué maestría para enlazar los eventos, y aciertos iguales en la construcción de imágenes…No solo fue “Un dia perfecto” para el protagonista….Este es un relato que alcanza una rara plenitud no silvestre en esas tierras