Crónicas Destinos

Palafitos, Ciénaga Grande, Trojas de Cataca, Buenavista, Nueva Venecia

Por Patricia Berdejo, Comunicadora Social-Periodista

Primitivas formas de vida, vistas solo en documentales, en cavernas no tan míticas como las de Platón, pero cavernas al fin y al cabo, me inquietaron siempre, inconcebibles a mi parecer.
Refugios construidos o formados naturalmente por residuos de rocas, madera, ramas, bejucos; bohíos, chozas, iglús o cualquier albergue o guarida cimentados en algún material sabiamente aportado por las benevolencias de madre natura, no debía entrañar tanta perplejidad porque parte de mi infancia transcurrió en una provincia de las riberas del Magdalena donde tomada de la mano de mi abuela solía atravesar un improvisado y endeble puente de tablas que nos exigía una precisión casi de acróbatas.
¿Cómo podría yo observar con asombro a esas comunidades que nos enseñaba a mujeres de piel cobriza, tetas caídas, ojos oblicuos, niños desnudos y barrigones? parodiaría sin sentido el juego de la gallina ciega al ocultar mis genuinos ancestros. Negros, indios, mulatos, zambos, mestizos, culisungos, palenqueros; dueños además de una sabia intuición, dejaron enclavada en mi memoria sus magistrales pócimas y brevajes de hierbasanta y otros bebedizos y afrechos obligados a veces en ayunas, el infalible antídoto: “la curarina”. Tediosas y hostiles jornadas de trenzas y gajos embadurnada de “manteca negra”, inocultables manchones de “violeta de genciana”, inmancables baños de “matarratón” estrujao cuando nos acosaba la varicela, el salpullido o la sabrosita. Insólitos contrastes de las cataplasmas, menjurges de antaño con los avances que supe paladear en otrora: botas ortopédicas para enmendar mi notorio rodillijuntipatiapartao, la muñeca de blondos cabellos que a punta de pilas eveready: “las del gato” nos maravillaba vociferando; la magia de los binoculares, la cámara polaroid capaz de revelarnos fotos al instante, los viajes a Barranquilla atravesando en ferry para las vacunas, y la añorada bicicleta cachona o monareta, esa que a los pocos días de estrenar me robaron; y pese a mi llanto inconsolable y mis súplicas jamás me repusieron.
En ires y venires, desafiando carreteras destapadas e improvisados puentes militares, atravesábamos del Magdalena al Atlántico percibiendo en el recorrido un olor salobre que se fusionaba con la fetidez de las aves que yacían a orillas de la Ciénaga. Eran rutinarios también los paseos de ollas y hamacas a las acequias y ríos; algunos controlados por compuertas, que, impolutos y diáfanos descendían de las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, ríos de piedras, ríos cristalinos, ríos de arena blanca, ríos de bajo caudal, rios de aguas frías, ríos de rayas y de babillas.


Añoranzas, evocaciones y reminiscencias que el tiempo convierte en irrepetibles y singulares vivencias.

En cualquier mes de 1985, el destino me arrastró con un grupo de cuasi-colegas, en una lancha con motor fuera de borda a un recóndito lugar donde nuestra imaginación jamás hizo presagios, levamos anclas timoneados por un amigo hacendado, desde una de sus fincas, por las orillas de un río llano y pantanoso. Asombrados, cruzábamos miradas que vislumbraban complacencia y temor a la vez, por la velocidad con que se desplazaba nuestra pequeña embarcación. Infinitas colonias de alcatraces en picada, devorando peces; para ofrecernos un espectáculo colorido y sinigual. Trémulos y sobresaltados ante la expectativa que nos causaba la majestuosidad de la Ciénaga Grande divisamos una panorámica que nos deslumbró por su inusual encanto, pintorescas casitas acapararon nuestra vista y un sinnúmero de canoas que iban y venían de una vivienda a otra, nos dejó atónitos, maravillados.
Un descolorido letrero nos daba la bienvenida a “Nueva Venecia”. Era inimaginable asimilar viviendas construidas sobre el agua, que fluye, que paradojicamente parece que no corriera, como si estuviera estancada. Modestas chozas levantadas con estacas, sedimentos marinos, manglares, bambú, troncos, piedras, raíces, palmas; fascinantes aún con sus visos muy perceptibles de austeridad.
Contemplar a Nueva Venecia se convierte en una cautivante aventura que a su vez nos sumerge en un entorno muy rudo de visible escasez y notorias vicisitudes, es como vivir la vida en el aire y no en el agua. Los rostros de pescadores, mujeres y niños, percudidos por el sol y la dureza de la supervivencia se notan apacibles unos, otros con un gesto adusto y algunos con una expresión lacia y vacía. Niños ataviados con raídas ropas, juegan, reman, ríen, ayudan en las faenas, pero en su mirada esconden algo indescifrable quizá.
Cuando la naturaleza les juega limpio, la pesca se convierte en su patrimonio absoluto, material y tangible; ocasionalmente se trasladan a otras veredas para dedicarse a la siembra y al cultivo. En estas chozas elevadas, -por así llamarlas- , la tierra cobra firmeza sin uno saber cómo, ni por qué. Las matas de guineo afloran con sus racimos, al igual que los arbustos de coral rojo, su flor por tradición pulula en los cementerios de provincia. Preservo un fugaz y vago recuerdo de la iglesia que destacaba un campanario viejo, oxidado y visiblemente insonoro.

Allí pasamos un día de esos que la existencia no nos vuelve a brindar jamás.

Los pescadores, los lancheros y los pobres, aquellos que en realidad se veían más pobres que nosotros, se esmeraban en prodigarnos atenciones que ciertamente no ameritábamos.
Cuando enfocaba la mirada en aquellos chicos marginados y de rucias cabelleras que no conocían la luz eléctrica, supuse que de allí se fugarían cerebros bien dotados, nacidos en aquel paraje donde las inclemencias del tiempo no les prodigaban un techo seguro sino una ciénaga de incertidumbres. Matemáticos sin logaritmos ni ecuaciones, físicos sin movimiento ni energía, factibles juristas, anónimos literatos, gimnastas sin entrenadores, poetas innatos, payasos sin carpas ni circos, arquitectos sin maquetas, músicos sin guitarras ni violines, voces sin ecos ni aplausos, maestros sin libros ni escuelas, labriegos sin tierras, ebanistas sin madera, astrónomos sin firmamentos ni estrellas, científicos sin pipetas ni laboratorios, pintores sin lienzo ni pincel, modelos sin diseñadores ni vestidos y quizá hasta altruistas y filántropos de corazón; áridos de lotes y terrenos a donde cultivar la magnitud y la grandeza que surge de los recovecos de sus nobles entrañas.
Cuando preguntamos por el baño nos señalaron una puerta corroida que no rebasaba más de un metro de altura, por cerradura tenía un clavo doblado; un armazón de madera que simulaba una letrina con un fondo acuícola desde donde saltaban peces capaces de saltar y asaltar nuestras partes nobles. Nuestro siempre recordado amigo y artífice por demás de esta travesía, se armó de su escopeta y disparando a los indefensos vertebrados hizo posible nuestro acceso al improvisado retrete.
Descubriendo palafitos a lo largo de la historia encontramos algunos de sus orígenes en Chile a mediados del siglo XIX exactamente en un lugar llamado Chiloé, que azotados por terremotos y maremotos, según datos recopilados, prevalece como patrimonio vivo e ícono arquitectónico y concurrido por visitantes de todas las naciones. Palafitos también hay en Hong Kong, en los Alpes Suizos y en muchos otros lugares, que se constituyen en excelentes fuentes arqueológicas para el estudio de asentamientos prehistóricos. Estos, nuestros peculiares palafitos de la Ciénaga Grande del Magdalena, no tan insólitos como los enunciados, han trascendido fronteras, no por el diseño de sus estructuras sino por la barbarie de un grupo de paramilitares que en un proceder irracional, esquizofrénico y malsano, convirtió las aguas de Nueva Venecia y sus alrededores en ríos de sangre, asesinando sin discriminación a casi un centenar de incautos pobladores en una incursión absurda, armada y desalmada en la desacertada búsqueda de una célula del ELN que supuestamente se asentaba allí. Unos a uno fueron levantados de su lecho, los amordazaron cobardemente y los llevaron a aquella iglesia que divisamos a nuestra llegada, para aniquilarlos a mansalva y sin titubeos; muy seguros de que ese vulnerable templo levantado austeramente sobre las aguas de la hoy tinturada Ciénaga Grande, se convertiría en el testigo mudo de una de las más truculentas masacres que Colombia recuerde jamás.

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