La otra orilla del río

Por: Enrique Antonio De Luque Palencia
Nacieron, al igual que yo, en un pueblo abrazado por un hilo de tierra que no le permitió ser isla. Una punta entre departamentos, una esquina del mapa habitada por seres anfibios: recios, acostumbrados al vaivén del agua y la firmeza de la tierra. Eran conocedores de la naturaleza y sus misterios, de los cambios de la luna y los avisos del sol según su picor. Eran pescadores, agricultores, ganaderos, jornaleros. En fin, en un solo lugar convergían todas las artes, la creatividad y la innovación necesarias para enfrentar los embates de la vida sin límites.
Con una cultura muy arraigada —la del pescador—, eran pacientes, esperaban lo que el río quisiera regalarles y recogían, según las temporadas de la ribera, lo que la naturaleza les permitía. Sin afanes, tranquilos, con prole abundante, le cantaban a la luna, y en noches iluminadas por velas de esperma, se escapaban de las penas y se embriagaban al son del tambor. Eran nobles, ingenuos, sencillos y humildes.
En ese ambiente nacieron Pedro y Juan.
Sus padres, con el paradigma del “que no sean como yo y que no vivan lo que nosotros vivimos”, los matricularon en la escuela. Querían que aprendieran a leer, a sumar, y, sobre todo, que no se quedaran “brutos”. ¿Y por qué no? Si la suerte acompañaba, podrían ir a la universidad. Así, serían “alguien en la vida”, porque —según ellos— el ser humano no es nadie si no estudia.
Después de asistir a clases, les tocaba ayudar en las labores del hogar: buscar agua, cargar leña, arreglar el pescado, acompañar a recoger la yuca. Y, en los escasos espacios libres, jugaban trompo, “el quemado”, “el escondido”, la lleva, el cacho o iban a pescar. Pero no por diversión, sino por obligación. Era un arte más, como tejer la atarraya, la barredera o el trasmallo. Del aula de clase, directo al campo.
Cada tarde, luego de la jornada, se sentaban bajo un frondoso árbol. Una ceiba más antigua que la fundación del pueblo. En ella se escondían los amores prohibidos de los transeúntes que robaban besos a las parroquianas, ya en edad de cambiar los pantalones cortos por los largos.
Un día, Pedro le dijo a Juan mientras miraba al horizonte:
—Hey, observa del otro lado del río, ¿ves esa otra orilla? Mira, hay una tierra fértil. Todo lo que se siembra crece por montones. Nunca se inunda. Es próspera. Además, hay mucho espacio. Nosotros podríamos cruzar el río, arriesgarnos y aprovechar parte de esa abundancia.
Juan apenas atinó a responder:
—Ajá, sí…
—Piensa, Juan. Del otro lado de las montañas deben existir ciudades más grandes, con mucha gente que no tiene lo que a nosotros nos sobra aquí, incluso las subiendas que se pierden y el pescado que no se recoge. ¿Qué tal si tú y yo vamos y aprovechamos todo eso? Cambiaría todo. No tendríamos que estar aquí, sentados todos los días, viendo pasar la vida, el río y sus muertos. ¿No te parece? ¿Qué dices, Juan? ¿Vamos?
—Ve tú —respondió Juan—. Yo no tengo necesidad de buscar lo que no se me ha perdido. Cruzar el río es peligroso, además… tierras que yo no conozco, no señor. Déjame aquí, tranquilo, que aquí lo tengo todo.
Pedro se fue. Cruzó el río. A los cinco años regresó a la misma ceiba. Encontró a Juan más viejo, más tranquilo, más resignado. Todo seguía igual.
—Hey, Juan… sigues igual. Nada ha cambiado.
—Algunas cosas sí, Pedro. El mismo río… pero con menos agua y menos pescado. La misma ceiba… pero sin recuerdos. Y yo, más viejo, esperando de la nada lo que a la nada nunca le pedí.
¿Y tú? ¿Cómo te fue, Pedro?
—Bien, Juan. La ciudad existía. Las oportunidades también. Crucé el río, casi me ahogo, pero lo logré. Encontré la ciudad en las montañas. Me perdí, casi me devuelvo, pero una voz me dijo: “Sigue”. Y seguí. Me adapté. Abrí camino con el estómago vacío. Dormí prestado. Me vestí alquilado. Pero ahora… estoy aquí. Lo logré. Tengo una empresa consolidada, un nombre, un reconocimiento… y muchas añoranzas por mi pueblo.
—¿Y tú eres feliz, Pedro?
—Sí, Juan. Soy feliz.
¿Y tú, Juan?
—También, Pedro. Yo también soy feliz.
Pedro lo miró con ternura y concluyó:
—Hermano… la vida es simple. Uno decide qué quiere, cuándo lo quiere y para qué lo quiere.
Ve por lo tuyo.
Sé feliz.
Adriana Hoyos machuca says:
Excelente cuento, una realidad.