Opinión

El bautizo de mi madre

Por: Patricia Berdejo

A principios de 1973, nos trasladamos a Medellín, por asuntos laborales de mi madre. Los cambios no fueron imperceptibles: desde el infernal clima de Fundación, a la ciudad de “la eterna primavera”; de mi escuela de provincia, a un prestigioso colegio bilingüe y desde luego, a otro acento, a otros modos, costumbres y a la temida “menarca”.  El Municipio de Envigado, era reconocido por sus elaboradas y pomposas lámparas, al parecer, en esos tiempos, no era asentamiento de narcotraficantes ni guarida de traquetos, bandidos, ni mucho menos epicentro de sicariatos, ni de negocios turbios, ni “oficinas”.

Todo se transformó en mi rutina, sin contratiempos ni rebeldías acogí mi nueva vida, que era, a su vez, el inicio de un “nuevo mundo”. Sí, ese de la vida eterna que me hicieron vislumbrar Los Testigos de Jehová, conviviendo con tigres y leones y comiendo todos los frutos sin vetos ni restricciones. Ya conocía “El Salón del Reino”, desde Fundación, tomada de la mano de mi abuela Lucila. Allí, en esa otra latitud, entre montañas y flores, congregarnos se hizo costumbre. Innegable la felicidad que, en mi niñez incauta, albergaba mi corazón por esas promesas bien ilustradas en los libros, de ese nuevo sistema de cosas venideras. La esperanza de vivir entre una naturaleza espléndida y con fieras inocuas era mucho más halagüeña que la aversión que me despertaba la imagen del Cristo con el corazón abierto, que pululaba por todas las casas y tiendas del pueblo, y la de San Martín de Loba que veía repetidamente en afiches, escapularios y almanaques. Por fortuna, nunca hicieron aparición en mis cuadernos, ni mucho menos, en mis sueños. A decir verdad, entre las dos, “que venga el diablo y escoja”. 

No era placentero dejar de saltar a la cabuya los fines de semana ni abandonar mis juegos  por irme a predicar de “casa en casa”, pero pregonar las “buenas nuevas y el fin del mundo”  y recitar Mateo: 24, que me lo aprendí “de pe a pa”, superaba la alegría que me prodigaba brincar y jugar a la pelota.

Al lunes siguiente, tranquila y desprevenida, rendía los obligados tributos a mi adorada bandera colombiana después de hacerle loas a la malvada Reina de Inglaterra y de entonar con perfecta pronunciación ese himno, que ni comprendía en ese entonces.

De pronto, se organizó en mi salón de clases un paseo a la finca de una compañera, en Santa Elena, cerca al Municipio de Rionegro (Antioquia). Inmediatamente, mi madre me advirtió que únicamente podría yo permanecer dos días y que tendría que regresar por la ocasión de su entrega a Jehová de los Ejércitos, a su bautizo en la “fe”. No dudé en acatarle, le acompañaría encantada a tan importante acontecimiento para el que se venía preparando con mucha disciplina y férrea convicción. Jamás imaginé que alejarme de mis compañeros y de esa bella hacienda, con fogata, chocolate caliente, parva y acordes de guitarra me causaría tanto trauma. Con el alma rota volví para presenciar cómo le zamparon la cabeza en una piscina plástica y con su mano derecha, cubriendo su nariz.

Transcurridos dos años, volvimos a Barranquilla y me matriculó en otra prestante institución que sin pertenecer a ninguna orden religiosa, le hacía culto a la Virgen María: “Patrona y Madre de todos los vivientes”. Eran épocas de la “bonanza marimbera” y un guajiro se hizo dueño del colegio, por motivos de alguna rencilla, levantaron a plomo la figurilla, no recuerdo si de yeso,  cemento o arcilla. Aquí culminaron mis quimeras con los precursores de la verdad e iniciaron mis desamores con todo modo de ritos, preceptos y religiones.

Mi madre jamás se resistió a su credo, era una testigo “tibia”, no se reunía asiduamente, ni iba siempre a las asambleas, aparecía a veces a El Memorial, como el muerto… muy de vez en cuando.

Busqué a sus hermanos de fe para que le acompañaran en sus últimos años, ciega, convalesciente, pero firme en sus creencias y pese a que me topé con damas respetuosas y de gran valía, encontré a una familia espiritual más escondida que el lucero de Juancho Polo, falaz, egoísta, altiva y que, para su sorpresa, le negó no solamente la compañía que suplicaba, sino el alimento; no la comida, sino eso que mi progenitora llamaba espiritualidad, esa que infamemente le denegaron sus correligionarios y parceros de resurrección.

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