Arte y cultura Opinión

Adolfo Pacheco:  para leer con los oídos

De: Alberto Salcedo Ramos

Adolfo Pacheco era campesino, abogado, poeta, narrador, juglar, conversador, filósofo, músico, cantante, chismoso, parrandero, decimero.  Un grande al que podemos comparar sin complejos con cualquier compositor de los más celebrados en lengua castellana. 

Si uno elige al azar una canción de él —“El mochuelo”— pongamos por caso— conoce una historia lírica hermosa. Si luego elige el son “Mercedes” descubre un relato en el que se amalgaman el galanteo y la picaresca, y si después pone a sonar ese merengue magistral llamado “Gallo bueno”, oye una crónica cantada redonda, completa, narrada con absoluta maestría. 

Al final de la tarde uno hará el mejor descubrimiento de todos: cuando uno se ha pasado un rato largo oyendo la obra de Adolfo Pacheco lo que ha sucedido, en realidad, es que uno ha leído con los oídos una gran novela. 

Álvaro Mutis decía que lo que caracteriza a un gran poeta es la capacidad de adivinación. Ponía como ejemplo unos versos en los que Rafael Alberti anuncia la caída de las torres gemelas antes de que la historia le diera la razon.

Pues bien: en su desgarrador merengue “El viejo Miguel” Adolfo anticipa el desplazamiento forzado que, años después, ocasionaría tanto dolor en su tierra. 

En cierta ocasión García Márquez le propuso este trueque: cambiar la canción “La hamaca grande” por la novela “Cien años de soledad”. Adolfo me estaba hablando de eso con cierto orgullo y yo, por joderlo, le dije:

—No saque mucho pecho con eso, maestro. Recuerde que García Márquez le propuso a Rubén Blades cambiar “Cien años de Soledad” por “Pedro Navaja”, y a Tite Curet Alonso cambiar “Cien años de Soledad” por “Plantación a’entro”.

Adolfo tragó saliva, pero en seguida recuperó la compostura y me dijo con su mejor humor:

—Ese García Márquez era más demagogo que yo. 

Escribo estas líneas con un nudo en la garganta. Sé que para él la muerte ha sido una liberación —estaba sufriendo muchísimo—, pero me entristece saber que no volveré a morir de la risa oyendo sus cuentos ni a tener el privilegio de oírlo cantar a capella. 

Descansa en paz, maestro. Puedes jurar que nunca dejaremos de celebrarte!

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